LUNES, 1 DE OCTUBRE DE 2012
JUAN ANTONIO MOLINA
La derecha española nos empuja cada vez con más ahínco, como
el abismo que atrae al suicida, hacía aquel siglo XIX donde el presidente del
Consejo de Ministros de Isabel II, Bravo Murillo, argumentaba contra la
construcción de un colegio que "España no necesita hombres que sepan, sino
bueyes que trabajen".
Y para los sediciosos alborotadores que quisieran subvertir
el orden natural de explotadores y explotados estaba la ley de Orden Público de
1867, hija de González Bravo, ministro de Narváez, el Espadón de Loja, por la
que podía prohibirse toda manifestación pública que ofendiera “a la religión, a
la moral, a la monarquía, a la Constitución, a la dinastía reinante, a los
cuerpos colegisladores y al respeto debido a las leyes”.
Los conservadores han
sentido históricamente en nuestro país un especial arregosto por reducir todos
los problemas políticos y sociales a una mera cuestión de orden público. Ortega
y Gasset decía que simplificar las cosas era no haberse enterado bien de ellas.
Pero en la derecha esa simplificación es ideológica. El Estado democrático se
constituye a las hechuras de la realidad de la nación mientras el Estado
autoritario, cuyos sillares tan metódicamente trata de asentar la derecha,
pretende el aherrojo de la nación a los intereses de las minorías a las que
sirve. El Estado autoritario destruye al individuo, diluye su moral, para que
todo lo que no sea la abolición de la ciudadanía constituya una materia
subversiva y por tanto digna de represión.
El simple orden público tan sólo es capaz de conferir al
país una apariencia rígida, bajo la cual, naturalmente, pugnan los problemas.
La demolición del Estado de Bienestar, el empobrecimiento de amplias capas de
la población, la proliferación de la desigualdad, la constricción de los
derechos cívicos y las libertades públicas, para configurar un Estado mínimo y
una democracia limitada que salvaguarde los intereses de las élites económicas
en contra de las mayorías sociales, no es posible sin ejercer la violencia institucional.
En realidad, se trata de maximizar los beneficios de los poderes económicos y
financieros supliendo la incorporación de capital a la economía en la medida de
lo posible con unas formas de producción que exigen la concurrencia de la
violencia por parte del Estado.
Sin embargo, el orden
público necesita criminalizar a las víctimas, desacreditar a los movimientos
críticos que desenmascaran la política regresiva y reaccionaria de la derecha
para que la represión se presente como socialmente necesaria. Existe más que
proximidad, una contaminación entre el paradigma de la austeridad y la pobreza
rampante de las clases populares y medias junto a una creciente indignación
contra los bancos y sus apoyos institucionales y mediáticos en un espacio de expropiación
política de los ciudadanos que desemboca en su correlato: la expropiación
económica. No hay mayor desorden que la injusticia y la desigualdad. Por ello,
las víctimas tienen que ser los culpables y los que han tenido lo
imprescindible para vivir lo han hecho por encima de sus posibilidades, los
parados son unos vagos empedernidos, y los manifestantes unos terroristas en
potencia. Todo para que, como nos indicaba Eugenio Montale, el hombre de la
calle cuente poco; no pueda organizarse, y si lo hace, se convierta en un
individuo de subcultura, es decir, marginal. El Gobierno de la derecha, gente
de orden, sigue cotidianamente reinventando el franquismo entre el pedestre
“Gibraltar español” y el engendro de la mayoría silenciosa. Pronto nos
advertirá que los buenos españoles no tienen nada que temer.
DIARIO PROGRESISTA