2 de julio de 2013
El cambio político no fue acordado, sino
impuesto por el régimen a la oposición
Ignacio Sotelo*
Cuando el régimen que se inicia en 1976
muestra síntomas claros de estar agotándose, sus defensores nos instan a que
volvamos al consenso que hizo el milagro de pasar de la dictadura a la
democracia sin romper la legalidad, una hazaña histórica que todos nos
envidiarían. Pero ¿acaso la Transición se hizo por consenso?, ¿es que el
franquismo negoció con una oposición democrática sumergida en la
clandestinidad?
Tras la muerte del
dictador, se cumplió estrictamente lo previsto: el Rey jura las Leyes Fundamentales
del Reino, garantizando la continuidad del régimen como un proceso abierto, tal
como había sido concebido desde que se institucionaliza en 1946. No cambia el
presidente del Gobierno ni el presidente de las Cortes, aunque ambos son
conscientes de que había que poner en marcha reformas importantes, pero sin
tener muy claro hasta qué punto irían encaminadas hacia una democracia plena y
sobre todo a qué ritmo. Arias Navarro, más adicto al pasado, fracasa en el
intento de limitar el proceso a permitir asociaciones políticas dentro de las
estructuras del Movimiento, “contraste de pareceres”, mientras que el
presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, llega a admitir los
partidos políticos, incluido el comunista, y elecciones por sufragio universal,
condenados como fuente de todos los males durante 40 años.
La fracción reformista
del franquismo logró que las Cortes orgánicas aprobarán la Ley para la Reforma
Política, que transformó la “Monarquía tradicional” prevista en una “Monarquía
parlamentaria”, con dos Cámaras, elegidas por sufragio universal. Era la única
manera, no solo de salvarla, sino de que permanecieran incólumes las demás
instituciones del Estado, aunque para ello hubiera que enfrentarse a un
franquismo, ciertamente minoritario y residual, pero fuertemente arraigado en
las Fuerzas Armadas, que aspiraba a mantener las “esencias”. La Transición se
llevó a cabo en las Cortes franquistas, negociada por un joven audaz, el último
jefe del partido único, nombrado presidente del Gobierno para realizar esta
tarea, siguiendo las instrucciones del presidente de las Cortes, cabeza
pensante de la operación.
La Transición no provino de ningún consenso
entre el régimen y la oposición democrática, sino que fue una imposición neta
de la fracción reformista del franquismo, que la mayor parte de la población
revalidó, dispuesta a apoyar cualquier reforma que permitiera salir de la
dictadura sin sufrir traumas graves ni correr demasiados riesgos.
Es obvio que la
oposición tampoco podía desaprobar cualquier movimiento encaminado a restaurar
la democracia, pero aun así optó por la abstención en el referéndum del 15 de
diciembre de 1976 para mostrar claramente que la reforma se hizo sin su
participación y con criterios que no compartía.
Para celebrar elecciones se necesitaban
partidos y hubo que improvisarlos a la mayor brevedad: la UCD se organizó desde
el Gobierno, y muchos otros, la llamada “sopa de siglas”, desde una sociedad
civil por completo desarticulada. El único partido de la oposición con cierta
implantación, sobre todo en Madrid y Barcelona, era el comunista. El PSOE
renovado estaba aún dando los primeros pasos en su refundación, haciendo encaje
de bolillos para que el Gobierno no legalizase al PSOE histórico. Se mantuvo un
control estricto, ya que para concurrir a las elecciones había que pasar por
“la ventanilla” y no se autorizaba a ningún partido que se declarase
abiertamente republicano.
Caracterizar las
primeras elecciones del 15 de junio de democráticas es una verdad a medias. Los
partidos políticos se habían formado desde la cúspide, con un fuerte déficit
democrático que muchos creímos que sería coyuntural —había que garantizar la
gobernabilidad, mientras la sociedad se fuera adaptando a la convivencia
democrática—, pero que ha resultado ser el factor principal de corrupción de
los últimos 30 años. El partido gubernamental presenta como candidato, sin
siquiera dimitir, al presidente franquista que había dirigido la reforma desde
el interior del régimen, apoyado por el aparato del Estado, el canal único de
televisión y la prensa del Movimiento.
El 18 de marzo de 1977,
con el objetivo de asegurarse la mayoría absoluta, sin negociar con ninguna
otra fuerza política, Adolfo Suárez dicta una ley electoral que no cumplía los
requisitos mínimos de equidad: listas cerradas y bloqueadas, sistema
proporcional con correcciones de tal tamaño que lo desfiguran por completo, al
ser la provincia el distrito electoral, pero limitando el número de diputados a
350, que favorece a las que tuvieran menos habitantes y perjudica a las más
pobladas. En suma, a nivel nacional se beneficia a los dos primeros partidos a
costa de los demás, y en la provincia a los partidos nacionalistas, que con
muchos menos votos pueden obtener más escaños que los nacionales a partir del
tercer puesto. Con pequeñas modificaciones la ley electoral sigue vigente y, al
favorecer a los dos primeros partidos nacionales y a los nacionalistas
periféricos, los beneficiados en ningún caso han querido cambiarla.
Los resultados de estas
primeras elecciones fueron, sin embargo, doblemente sorprendentes: Suárez con
el 34,4% de los votos, no consiguió la mayoría absoluta, ni, como se esperaba,
el partido comunista fue el segundo partido más votado, sino un PSOE recién
renovado que parecía traer una brisa democrática rejuvenecedora y alcanzó el
29,3% de los votos.
En la primera oportunidad que se les dio a los
españoles de manifestarse —no cuento los referendos franquistas de antes, o
inmediatamente después de la muerte del dictador— impusieron dos correcciones
importantes a la reforma oficial: la primera, al declarar las Cortes elegidas
su voluntad de redactar una Constitución democrática, la última Ley Fundamental
quedaba de facto derogada, poniendo punto final al franquismo.
La segunda, al ser el socialista el primer
partido de la oposición, todavía sin cuajar, pero del que se esperaba una
renovación democrática del país, nos libraba de la conjunción del franquismo
reformista con el eurocomunismo, que hubiere garantizado a la derecha la permanencia
indefinida en el poder, ya que por mucho que los que los comunistas hubiesen
renunciado a su ideología revolucionaria, hubieran roto con la Unión Soviética
y reconocido la Monarquía, en tiempos de la “guerra fría” no hubieran podido
gobernar.
Y ahora sí, en la elaboración de la
Constitución ya funcionó el consenso, aunque paradójicamente sin salirse de las
coordenadas impuestas por la Ley para la Reforma Política. Dos presiones
resultaron decisivas: la de un ejército franquista que miraba con recelo el
proceso de democratización, como quedó confirmado el 23-F, y el miedo de los
dos bandos a una nueva guerra civil.
La amenaza de una
guerra civil se vivió con tal intensidad durante la Transición que explica la
pasividad de la población en aquella trágica noche del 23-F: nadie trató de
oponerse al golpe, seguros de que en la Europa democrática la dictadura militar
no podría durar mucho, y aunque durase, era preferible a un enfrentamiento
bélico entre hermanos. El temor a una nueva guerra civil, no su olvido, aclara
el empeño en no recordar un pasado tan trágico, una amnesia que escogieron los
españoles como modo de evitar un enfrentamiento, que sin duda es lo más
contrario a una amnesia, aunque probablemente olvidar sea la mejor manera de
sobrevivir a un mal recuerdo.
Al ser la Transición en la forma en que se
hizo la fuente principal de legitimidad —de la legalidad franquista a la nueva
legalidad democrática, manteniendo la más estricta continuidad en la jefatura,
las instituciones y Administraciones del Estado— se comprende que la generación
que la llevó a cabo la elevara a la categoría de modélica, pero tampoco debiera
sorprender que la de los hijos, y sobre todo la de los nietos, la pusiesen en
entredicho.
*Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.