Mario Salvatierra Saru.
Marzo de 2013
Compañeros y compañeras:
Son muchos los temas que en estos momentos
están provocando una profunda alarma social y que nosotros, como miembros de la
Corriente de Opinión Izquierda Socialista, inexorablemente tenemos que abordar.
Tal vez nunca antes como ahora se están cuestionando tantas cosas a la vez y
con una virulencia inusitada. Señalaré algunas de ellas y no por orden de
importancia porque todas concurren conjuntamente y, aunque a primera vista no
lo parezca, están interconectadas.
Europa ya no se vislumbra como una fuente de
esperanza. En lo político, Europa carece de liderazgo como Unión de Estados
dado que Alemania, único país europeo que funciona conforme a los intereses
egoístas del Estado-Nación, en virtud de una estrategia maquiavélica de Ángela
Merkel, juega a la ambigüedad calculada con gran rentabilidad para el poder
económico germano y de nefastas consecuencias para la integración europea. En
lo económico, la prevalencia del modelo neoliberal, austeridad más tijeretazo
en el gasto social, está destrozando las coordenadas elementales para generar
crecimiento y, en consecuencia, empleo. La mayoría de la población de la Europa
del Sur percibe que estabilidad de la tecno-burocracia de la Comisión Europea y
el bienestar de los mercados financieros, es decir, la tranquilidad de las
élites políticas y económicas, acarrea la ruptura del modelo social europeo y
el malestar de una ciudadanía desamparada.
Recientemente hubo elecciones en Italia y
quien estuvo gobernando el país hasta hace unos días, Mario Monti, ha obtenido un
pésimo resultado y, sin embargo, Europa del Norte le indica a los italianos que
tienen que perseverar en las mismas políticas económicas de recorte. ¿Para qué
hubo elecciones si en lo fundamental tienen que hacer lo mismo? ¿Para qué sirve
la democracia? Hubo un tiempo en que hablábamos de las “promesas incumplidas”
de la democracia, pero había promesas. Ahora estamos ante un nuevo dictado:
“democracia sin promesas”.
En consecuencia, desde el mismo nódulo de
Europa se está cuestionando los fundamentos de la democracia. Las bases de la
democracia liberal se tambalean y esto no ocurre únicamente porque determinado
país tenga un sistema electoral fallido o un sistema de partidos perverso, sino
que se deriva de la hoja de ruta que se está diseñando en la Unión Europea:
“elecciones sin políticas”. Quien gane – sea conservador, liberal, populista o
socialdemócrata- tendrá que hacer lo mismo. Conclusión: Política es Destino.
Por si fuera poco, dentro de
nuestras fronteras las cosas se agravan. La actual estructura territorial del
Estado, que en su origen nació cuestionada, ya no da más de sí. De un lado, es
una anomalía que en pleno siglo XXI subsistan “derechos históricos de los
territorios forales” (Disposición Adicional Primera de la Constitución) de carácter
predemocrático que, en lo que respecta al ordenamiento financiero, genera de
hecho un sistema “confederal” suscitando, de ese modo, un sentimiento de
agravio comparativo entre las distintas naciones y regiones de España. Puestos
los privilegios en unos, es inevitable la pregunta de por qué nosotros no. Si
de verdad ahora queremos hacer las cosas bien, esto es, modificar la
Constitución en una situación de igualdad entre todos los participantes,
entonces tendremos que reconocer que la Constitución de 1978 nació marcada por
dos grandes sombras: el peso del régimen franquista en las Fuerzas Armadas del
Estado y en gran parte del establishment económico y, de otra parte, las
dentelladas de ETA contra la estabilidad nacional. Sin estos condicionantes
internos no se puede entender la Constitución de 1978. Ello no quiere decir que
desde el exterior no hubiera ninguna clase de condicionantes y que los
intereses geopolíticos, por ejemplo, de Estados Unidos de América fuesen
totalmente ajenos de lo que se estaba haciendo en España. De otro lado, si bien
es verdad que el régimen autonómico implicó una descentralización
administrativa del Estado, no es menos cierto que, en relación a los distintos
niveles de autogobierno político y en lo relativo al reconocimiento de los
hechos diferenciales culturales de las nacionalidades, ha encallado su camino
hacia una construcción federal del Estado. Prueba de este truncado recorrido es
el actual funcionamiento del Senado. Del agotamiento del modelo autonómico se
sale con el federalismo. Es una quimera pensar que la crisis territorial se
resuelve volviendo al centralismo o bien a un jacobinismo “a la española”, es
decir, amputándole el recorrido histórico que ha tenido en Francia.
La unidad de España no se fortalece rechazando
la heterogeneidad y diversidad de su contextura poblacional. Unidad no
significa uniformidad ni tampoco igualdad significa identidad. Igualdad y
diferencia: esta es la base para construir un proyecto común en el que no sólo
podremos “conllevarnos” sino también “convivamos”. O reconocemos que España es
una nación de naciones o terminaremos desgarrados por la fuerza centrípeta del
nacionalismo españolista y la pulsión centrífuga del nacionalismo periférico.
Ambos comparten la misma pretensión: a cada nación un Estado y a cada Estado
una única nación. El nacionalismo se cimenta en la exclusión del otro y se
alimenta con la exclusión de lo otro. Su cimiento y alimento es la exclusión.
El único remedio eficaz contra el nacionalismo
es la integración y la inclusión. Es viable la España nación de naciones desde
un sentimiento compartido de proyecto común y desde el máximo respeto al
derecho a la diferencia que no diferencia de derechos. De lo contrario, más
bien temprano que tarde, iremos al choque entre ambos nacionalismos. Y
nosotros, socialistas, que somos absolutamente conscientes de que la historia
de España no es unidimensional y que cargamos con gran parte del pozo de la
memoria de los republicanos vencidos en la guerra civil, sabemos que en este
tema no podemos quedar en tierra de nadie, atrapados entre banderas que no son
las nuestras, y arrugados por la propia complejidad del desafío. Defender a
España como nación no es ser españolista y tampoco defender a Cataluña como
nación es ser nacionalista.
Por todo ello consideramos que es un error
pensar que quienes defienden, desde una posición de izquierdas, el derecho a
que en Cataluña haya una consulta sean sin más nacionalistas. ¿Es o no España
un Estado plurinacional? Que el País Vasco y Cataluña son naciones –lo
reconozca o no la Constitución- es un hecho. Obcecarse en negar el hecho a lo
único que conduce es a radicalizar los extremos y a profundizar aún más en la
división. Es lo que ha ocurrido en Cataluña con el tratamiento que ha dado el
Tribunal Constitucional al Estatut. Guste o no, España es un Estado
plurinacional y si la salida inteligente a este conflicto pasa por el
federalismo, entonces hay que abordarlo desde un modelo de federalismo
plurinacional y no desde el modelo decimonónico del federalismo nacional.
Únicamente respetando a los distintos demos que configuran a España podremos
librarnos del atolladero nacionalista. Los catalanes tienen derecho a decidir
si quieren o no formar parte de España. Negarles ese derecho, en pleno siglo
XXI, acentuará todavía más el sentimiento de independencia. Política es asumir
riesgos y aceptar los desafíos. A nuestro juicio, lo mejor para Cataluña es que
siga siendo parte de España y no que forme un todo aparte. Lo que ocurre es
que, si no queremos que haya divorcio, entre las partes y el todo tiene que
haber una nueva relación, esto es, un nuevo contrato. Y ese nuevo contrato pasa
por asumir la cultura federal entre demos que tienen una profunda raigambre
nacional. Sólo así, desde el reconocimiento y el respeto a las diversas
realidades nacionales, saldremos de esta encrucijada.
Sin embargo, la profunda crisis que está
afectando a nuestro incipiente Estado de bienestar hace que, por una parte, se
recrudezcan los prejuicios nacionales de unos contra otros, de tal suerte que
el malestar de unos se aprecie como producto del bienestar de otros o viceversa
y, por otra parte, quebranta la fraternidad entre los ciudadanos porque aventa
el credo de que la única posibilidad de salir adelante es sometiéndose a la
lucha de todos contra todos: el excluido contra el parado que cobra prestación,
éste contra quien tiene un empleo en precario, éste contra el trabajador fijo
con derechos, éste contra los funcionarios y así sucesivamente. Los de abajo no
se salvan de la quema: tener trabajo con derechos es un privilegio. A pie de
tierra se impone el modelo chino o, en el mejor de los casos, el modelo
brasilero. Pero, ¿qué ocurre con los de arriba?
El paradigma lo constituye la
reciente visita a nuestro país de Mario Draghi. Mientras que miles de personas
se manifiestan por los desahucios, miles claman contra el timo de las acciones
preferentes y otras miles denuncian los recortes en sanidad, educación y
políticas de igualdad, el presidente del Banco Central Europeo, artífice de la
política del austericidio, es blindado en el Parlamento de tal manera que su
intervención se realiza a puerta cerrada, cual si fuera un Rey celestial que no
puede oír los gritos de la masa indignada. Esto es, los de arriba, quienes han
provocado la crisis, se van de rositas. En definitiva, quieren hacernos creer
que la crisis, el vaciamiento de las arcas del Estado, es producto de haber
vivido por encima de nuestras posibilidades y de unos políticos que, inspirados
en el cortoplacismo electoral, auspiciaron un consumismo irrefrenable con tal
de mantenerse en la poltrona.
En gran medida, han conseguido librarse de
toda responsabilidad cargando el peso de la culpa exclusivamente en los
políticos. Degradando a los políticos consiguen, a su vez, destrozar la política,
es decir, el control democrático de la economía. El objetivo es bien claro:
liberar a la economía de la política. Es el viejo anhelo del neoliberalismo:
hacer que la economía escape de cualquier control político. Ocurre, no
obstante, que mucha gente ya cree en este infundio. De ser una idea ha pasado a
ser una creencia: ha calado el tópico de que todos los políticos son iguales y
que lo mejor que puede ocurrir es que se vayan todos. Probablemente no todos se
irán y los que se queden sean los peores: los populistas. Nacionalismo y
populismo son las respuestas inmediatas a los actuales desafíos de la
globalización económico-financiera. Y ambos tienen un poderoso atractivo: la
fuerza de la emoción irracional.
Asimismo, muchas personas parecen haber llegado
a la siguiente conclusión: PSOE-PP, la misma mierda es. No habría, por tanto,
diferencia entre la derecha y la izquierda o, mejor dicho, el PSOE es de
derechas. De tanto pactar con el capitalismo la socialdemocracia habría llegado
al final de su ciclo político. Son muchos quienes, desde una posición de
izquierda radical, piensan que ha llegado la hora de enterrar a la
socialdemocracia e iniciar la andadura de la nueva izquierda. No cabe duda de
que la socialdemocracia española y, sobre todo, la europea tienen que
repensarse e incluso tal vez refundarse, pero de ahí a afirmar que están
muertas hay un largo trecho.
Nuestro dilema no es o el PASOK o Syriza, ni
tampoco o el PSOE o la calle. Estos son falsos dilemas. No tiene sentido
político la protesta sin propuesta. ¿Propone la izquierda radical acabar con el
capitalismo? ¿Propone la izquierda radical que Cataluña sea un Estado
independiente? ¿O más bien tenemos que pensar que, en lo relativo a la
economía, la izquierda radical se mueve en los parámetros de la
socialdemocracia clásica? Aquella socialdemocracia que ellos, en la primera
mitad del siglo pasado, criticaban por no haber dado el salto hacia el
comunismo traicionando así a la clase obrera. Es decir, para la izquierda
radical lo que antes era malo ahora es lo mejor. Y, en lo que respecta a la
cuestión de las identidades, la izquierda radical apoya el derecho a decidir
del pueblo de Cataluña, pero ¿decidir qué?, ¿una Cataluña independiente fuera
de España pero no de Europa? ¿Qué es lo que van a decir? Aún no lo sabemos. A
diferencia de otros países europeos, España padece, además de los conflictos de
clases, un combate de identidades. Y esto no se resuelve pensando que si
superamos el conflicto de clases, disolvemos los antagonismos de las identidades.
Para bien o para mal, la realidad española es mucho más compleja.
Por otra parte, no hay duda de que las
diferentes mareas (verdes, blancas, negras, etc.) que se manifiestan en la
calle están cargadas de razón. El Partido Popular ha adoptado una estrategia
virulenta: el que resiste gana. Primero denigra a los propios actores de las
mareas y luego a sus representantes sindicales. El mensaje es nítido: el PP no
negocia. Hubo una manifestación masiva de mineros, otra de docentes, otra de
personal sanitario y muchas más. Hasta ahora ninguna de ellas ha logrado
doblarle el pulso al gobierno de Mariano Rajoy y, en consecuencia, se ha
instalado la percepción general de que los sindicatos ya son incapaces de
cumplir su función mediadora. A ello tenemos que sumarle la brutal campaña de
los medios de comunicación contra los sindicatos. Se trata de deslegitimar a la
única fuerza creíble que le queda a la clase trabajadora. La campaña de
desprestigio llega al extremo de llamar a los liberados sindicales “los
aristócratas” de la clase obrera. Para la élite económica tener un trabajo decente,
con derechos, es moralmente indecente.
Decíamos que la protesta sin propuesta no es
política. Y esto es lo que ha ocurrido con el movimiento Wall Street: después
de intensas jornadas de protestas ha quedado en nada. Y todo porque su fin se
consumía en la mera representación callejera: se disolvió porque agotaron la
protesta en la representación. La representación por la representación en sí
misma no conduce a nada. O peor incluso, desemboca en la antipolítica. Es
decir, se pasa del sentimiento de indignación al del fracaso y de ahí a la
frustración y, por último, a la resignación. Nosotros, los socialistas, no
podemos permitirnos semejante desenlace. Es imprescindible, entonces, hacer
propuestas y hacernos cargo de que las vamos a cumplir. Ya no cabe un
Parlamento a medias, que en raras ocasiones delibera de verdad, y jamás libera
a la población de la opresión y de la dominación. Queremos que el Parlamento
delibere y libere a los ciudadanos. Un Parlamento enjaulado representa la jaula
del oprobio: incapaz de liberarse del corsé económico que impone el capitalismo
financiero.
El tema que tenemos que dilucidar, compañeras
y compañeros, es quién o quiénes canalizan el profundo malestar de la
ciudadanía. Parece evidente que el PSOE por si solo ni puede ni podrá encausar
todas estas marejadas de protestas. Es más, el peligro que corre el PSOE es que
pase a ser un partido irrelevante. A mi juicio, tres son las posibilidades que
tenemos por delante: o el PSOE permanece atenazado por la responsabilidad de supeditarse
a los dictados de los eurócratas sin dar un giro que rectifique el sendero
emprendido, lo cual le llevará a terminar como el PASOK, o cambia de marcha o
bien para promover una corrección al actual modelo del euro, o bien para romper
con la moneda común. La solución no pasa por asumir el enorme sacrificio social
que nos demanda la eurozona ni tampoco, por ahora, por romper con el euro.
Necesitamos, en mi opinión, profundizar en el cambio de escenario: tratar de
conseguir, junto a otras fuerzas políticas de izquierdas, con los sindicatos de
clases, las distintas plataformas ciudadanas, la Confederación Europea de
Sindicatos, etc., volver a recuperar el modelo social europeo. Esta es nuestra
carta y también la forma de abordar el debate de manera madura y constructiva.
Que esta es una tarea difícil, seguro; pero más vale tener un horizonte
adelante que quedarnos en el vacío del nihilismo postmoderno.
No obstante, nada de lo dicho hasta aquí se
podrá hacer si no se produce una profunda renovación en el seno del PSOE. Tal
vez no sea suficiente cambiar de liderazgo y, con él, de proyecto para recobrar
la credibilidad perdida. Pero, sin duda alguna, esta es una condición necesaria
para afrontar los retos que tenemos por delante.
P.D. Como esta es una “carta
abierta” que invita a la reflexión y al debate, me gustaría que cualquier
comentario a ella me lo dirijáis a mi correo electrónico: msalvatierra@asambleamadrid.es