En sociedades con
frágiles mecanismos democráticos, al individuo sin capital social no le queda
más remedio que conectarse a redes de influencia buscando atajos para superar
sus carencias. Y se impone la corrupción
César García Muñoz 28
MAR 2013 - 00:01 CET
Si según Karl Popper
una sociedad abierta se caracteriza por ser “una asociación de individuos
libres que respetan los derechos el uno del otro dentro del marco de la mutua
protección proporcionada por el Estado y que logra, mediante la toma
responsable y racional de decisiones, una vida más humana y rica para todos”,
entonces España ha fracasado estrepitosamente.
Dejando de lado lo
engorroso de la definición (incluida quizá la traducción del propio
articulista), lo que ponen de manifiesto los últimos acontecimientos de
presunta corrupción que han indignado hasta el límite a la opinión pública
española (empezando con Iñaki Urdangarin, pasando por Amy Martin y Carlos Mulas
y acabando con Luis Bárcenas) es que vivimos en un coto cerrado en el que los
mayores enemigos de las sociedades abiertas, los Gobiernos, las partitocracias
y las oligarquías económicas, han sabido sacar provecho de un viejo patrón
organizativo de las sociedades mediterráneas llamado clientelismo, o caciquismo
en su versión más castiza.
El clientelismo es, no
nos engañemos, una variante o sucedáneo de la corrupción. Es una forma de
organización social que se salta las fronteras geográficas, llamado rousfeti en
Grecia y de la misma forma en Italia y Portugal, y une en un mismo destino a los
países del sur de Europa y a los latinoamericanos. La principal consecuencia
que el clientelismo tiene en la vida de los ciudadanos es que el acceso a
determinados recursos es controlado por una serie de patrones, cuya condición
viene determinada por tratarse de políticos, detentadores de poder económico o
ambas cosas a la vez, que reparten dádivas a sus clientes a cambio de su apoyo.
Es un fenómeno social con raíces profundas en nuestro país, heredado de los
tiempos feudales en que una mayoría de la población campesina dependía de los
latifundistas.
La pertenencia o
proximidad a un partido facilita en España llegar a determinados puestos
La longevidad del fenómeno clientelista en una
sociedad como la española solo puede explicarse como una carencia de capital
social (usando el término del sociólogo francés Pierre Bourdieu, referido a la
suma de los recursos con los que cuenta cada individuo en virtud de sus
relaciones personales) de una mayoría de la población que carece de acceso a
los centros de poder mediante un mercado libre, unas instituciones políticas
representativas o un sistema legal igual para todos. Al individuo sin capital
social no le queda más remedio que conectarse a redes de influencia buscando un
atajo que le permita saltarse las barreras sociales. Este atajo puede consistir
en entrar a formar parte de un partido político o, si se ofrece la posibilidad,
aprovechar las conexiones familiares que uno tiene a mano.
El clientelismo, en
suma, vendría a ser una respuesta a la persistencia de tradicionales
estructuras sociales jerárquicas que alienan al individuo y caracterizan a las
sociedades cerradas. Esta cruda naturaleza de las desigualdades sociales se
expresa incluso en Norteamérica, paradigma de las sociedades abiertas, con el
famoso dicho It is not what you know, it is who you know (“No es lo que uno
sabe, sino a quién conoce”) que en román paladino vendría a equivaler que un
buen enchufe vale más que una carrera.
En las sociedades
regidas por una lógica clientelista los niveles de protesta tienden a ser más
bien escasos. El individuo acepta las situaciones injustas, tiende a desconfiar
del Estado y de las instituciones y a buscar la solución individual renunciando
a la lógica, la racionalidad o la aplicación de las leyes. La lógica clientelista
salpica a la sociedad en su conjunto y no solamente a los políticos o los
empresarios. De la misma forma que determinadas empresas que querían
beneficiarse de subvenciones o fondos públicos se aliaron con uno de los
“patronos”, por ejemplo Iñaki Urdangarin o Luis Bárcenas and company, para
compartir juntos el botín, el resto de los ciudadanos también tratan de
saltarse las reglas del sistema. Que tire la primera piedra, por ejemplo, quien
no ha conocido a alguien en lista de espera que, tras ponerse en contacto con
un familiar o un conocido, ha logrado ser operado antes, pasando por encima de
aquellos que se encontraban por delante de él en la misma lista desde la
absoluta comprensión de sus allegados.
Lo cierto es que la
vida de las empresas y cualquier organización en nuestra sociedad depende en
gran medida de sus relaciones con el Gobierno o los partidos políticos que han
asumido muchas de las funciones de los patrones individuales en el pasado. De
hecho, los partidos políticos que, no olvidemos, se financian en buena parte
con el dinero de los ciudadanos, son la piedra angular del clientelismo. No
dejan de ser el equivalente contemporáneo, en términos de movilidad social, de
lo que era el clero y la milicia en tiempos pasados al estar en muchos casos
integrados por personas de escasa formación que ven en la política una
posibilidad de progreso social en ausencia de otro tipo de méritos.
La pertenencia a Europa
no ha significado que se impongan sus estándares de razón y legalidad
No era este necesariamente el caso de Carlos
Mulas y Irene Zoe Alameda. Muy al contrario, ambos tienen doctorados en
universidades de prestigio y son beneficiarios directos del célebre cierre de
clase weberiano, es decir, del afán de las clases privilegiadas de subir los
requisitos para poder pertenecer a ellas que en España hoy día se traduce,
debido al descrédito de la universidad local, a que las familias pudientes
manden a estudiar a sus chicos a universidades de élite generalmente
norteamericanas para seguir manteniendo las distancias sociales. Para qué
engañarse, cualquiera mínimamente versado en el mundo académico norteamericano
sabe que obtener un doctorado en una universidad de prestigio, sobre todo si se
viene del extranjero, depende tanto de los méritos académicos como de la
solvencia económica. Pero incluso teniendo en cuenta sus favorables
circunstancias de partida, Mulas y Alameda entendieron que la pertenencia o
proximidad a un partido era un camino mucho más corto de acceder a determinados
puestos adjudicados por criterios más políticos que profesionales (como por
ejemplo el de director de la sede del Instituto Cervantes en Estocolmo o el de
asesor del FMI). En lo que su caso no se distingue en absoluto de muchos otros
es en la lógica cínica (alguno de los artículos de Amy Martin versaba sobre el
hambre en Somalia) y familiarista (enchufar a la mujer) típica de las maniobras
clientelares.
La indignación
creciente de la opinión pública española no es solo un suceso puntual como
respuesta a unos acontecimientos de corrupción y nepotismo que se acumulan en
tiempo de crisis acuciante. Es sobre todo una reacción de hartazgo y de
decepción ante una realidad indubitable: España sigue siendo una sociedad
cerrada y dual como siempre ha sido aunque de vez en cuando se den algunos
Antonios Alcántara (el personaje de Imanol Arias en Cuéntame lo que pasó). Si
alguna vez hubo un ascensor que permitía el ascenso (y se supone que la caída
también) social de los individuos, este se averió hace mucho tiempo. España
sigue pareciéndose al reino en el que, parafraseando a la reina del relato
Alicia en el País de las Maravillas, da igual que uno corra lo más rápido que
pueda, ya que hay muchas posibilidades de permanecer en el mismo lugar.
El viejo sueño de que
la pertenencia a Europa impondría unos estándares en los que regiría la razón y
la legalidad en nuestra sociedad parece haberse desvanecido. Ni siquiera la
dictadura de la eficacia que parecía traer aparejada la globalización ha
logrado alterar el sistema de relaciones que rige en nuestras instituciones.
Desafortunadamente, como afirma el politólogo italiano Caciagli, el
clientelismo tiene raíces profundas. Implica “un lenguaje, unos ritos, unos
valores y símbolos, pautas de comportamiento y redes de relaciones aceptadas
por una comunidad que comparte una mentalidad”. Se adapta bien a la mentalidad
posmoderna siempre en búsqueda de soluciones flexibles orientadas a satisfacer
las necesidades individuales, al declive de las ideologías, a la fuerza de lo
local y a la personalización de la política. El cerrojo está bien echado y sus
beneficiarios lo saben.
César García es
profesor en la Universidad Pública del Estado de Washington. Es autor de
American psique (Editorial Lo Que No Existe).
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