1 de marzo de 2013
El texto de Engels que reproducimos a continuación es una reseña
escrita en 1867 al primer tomo de El Capital de Marx y publicada en
Demokratisches Wochenblatt, un periódico obrero alemán que jugó un importante
papel en la formación del Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania. De forma
muy didáctica, y a la vez profunda y rigurosa, Engels esboza los fundamentos
teóricos de la explotación capitalista. Consideramos muy oportuna su lectura,
dada la profunda crisis en la que está inmerso el capitalismo y la brutal
ofensiva que la burguesía está lanzando contra la clase obrera. Además, este
material es un incentivo para que todos los trabajadores y jóvenes más
concientes y comprometidos con la lucha por transformar la sociedad profundicen
en la teoría marxista y, en particular, se animen a abordar esta obra maestra
del pensamiento humano que es El Capital.
I Desde que hay
en el mundo capitalista y obrero, no se ha publicado un solo libro que tenga
para los obreros la importancia de éste. En él se estudia científicamente, por
vez primera, la relación entre el capital y el trabajo, eje en torno del cual
gira todo el sistema de la moderna sociedad, y se hace con una profundidad y un
rigor sólo posibles en un alemán. Por más valiosas que son y serán siempre las
obras de un Owen, de un Saint-Simon, de un Fourier, tenía que ser un alemán
quien escalase la cumbre desde la que se domina, claro y nítido —como se domina
desde la cima de las montañas el paisaje de las colinas situadas más abajo—,
todo el campo de las modernas relaciones sociales.
La contradicción que la
teoría económica burguesa no resolvió.-
La economía política al uso nos
enseña que el trabajo es la fuente de toda la riqueza y la medida de todos los
valores, de tal modo, que dos objetos cuya producción haya costado el mismo
tiempo de trabajo encierran idéntico valor; y como, por término medio, sólo
pueden cambiarse entre sí valores iguales, esos objetos deben poder ser
cambiados el uno por el otro. Pero, al mismo tiempo, nos enseña que existe una
especie de trabajo acumulado, al que esa Economía da el nombre de capital, y
que este capital, gracias a los recursos auxiliares que encierra, eleva cien y
mil veces la capacidad productiva del trabajo vivo, en gracia a lo cual exige
una cierta remuneración, que se conoce con el nombre de beneficio o ganancia.
Todos sabemos que lo que sucede en realidad es que, mientras las ganancias del
trabajo muerto, acumulado, crecen en proporciones cada vez más asombrosas y los
capitales de los capitalistas se hacen cada día más gigantescos, el salario del
trabajo vivo se reduce cada vez más, y la masa de los obreros, que viven
exclusivamente de un salario, se hace cada vez más numerosa y más pobre. ¿Cómo
se resuelve esta contradicción? ¿Cómo es posible que el capitalista obtenga una
ganancia, si al obrero se le retribuye el valor íntegro del trabajo que
incorpora a su producto? Como el cambio supone siempre valores iguales, parece
que tiene necesariamente que suceder así. Más, por otra parte, ¿cómo pueden
cambiarse valores iguales, y cómo puede retribuírsele al obrero el valor
íntegro de su producto, si, como muchos economistas reconocen, este producto se
distribuye entre él y el capitalista? Ante esta contradicción, la Economía al
uso se queda perpleja y no sabe más que escribir o balbucir unas cuantas frases
confusas, que no dicen nada. Tampoco los críticos socialistas de la Economía
política, anteriores a nuestra época, pasaron de poner de manifiesto la
contradicción; ninguno logró resolverla, hasta que Marx, por fin, analizó el
proceso de formación de la ganancia, remontándose a su verdadera fuente y
poniendo en claro, con ello, todo el problema.
¿De dónde nace la
plusvalía?
En su investigación del capital,
Marx parte del hecho sencillo y notorio de que los capitalistas valorizan su
capital por medio del cambio, comprando mercancías con su dinero para venderlas
después por más de lo que les han costado. Por ejemplo, un capitalista compra
algodón por valor de 1.000 táleros y lo revende por 1.100, “ganando” por tanto
100 táleros. Este superávit de 100 táleros, que viene a incrementar el capital
primitivo, es lo que Marx llama plusvalía. ¿De dónde nace esta plusvalía? Los
economistas parten del supuesto de que sólo se cambian valores iguales, y esto,
en el campo de la teoría abstracta, es exacto. Por tanto, la operación
consistente en comprar algodón y en volverlo a vender, no puede engendrar una
plusvalía, como no puede engendrarla el hecho de cambiar un tálero por treinta
silbergroschen o el de volver a cambiar las monedas fraccionarias por el tálero
de plata. Después de realizar esta operación, el poseedor del tálero no es más
rico ni más pobre que antes. Más la plusvalía no puede brotar tampoco del hecho
de que los vendedores coloquen sus mercancías por más de lo que valen o de que
los compradores las obtengan por debajo de su valor, porque los que ahora son
compradores son luego vendedores, y, por tanto, lo que ganan en un caso lo
pierden en el otro. Ni puede provenir tampoco de que los compradores y
vendedores se engañen los unos a los otros, pues eso no crearía ningún valor
nuevo o plusvalía, sino que haría cambiar únicamente la distribución del
capital existente entre los capitalistas. Y no obstante, a pesar de comprar y
vender las mercancías por lo que valen, el capitalista saca de ellas más valor
del que ha invertido.
¿Cómo se explica esto?
Bajo el régimen social vigente,
el capitalista encuentra en el mercado una mercancía que posee la peregrina
cualidad de que, al consumirse, engendra nuevo valor, crea un nuevo valor: esta
mercancía es la fuerza de trabajo.
La fuerza del trabajo
¿Cuál es el valor de la fuerza de trabajo? El valor de toda mercancía
se mide por el trabajo necesario para producirla. La fuerza de trabajo existe
bajo la forma del obrero vivo, quien para vivir y mantener además a su familia
que garantice la persistencia de la fuerza de trabajo aun después de su muerte,
necesita una determinada cantidad de medios de vida. El tiempo de trabajo
necesario para producir estos medios de vida representa, por tanto, el valor de
la fuerza de trabajo. El capitalista se lo paga semanalmente al obrero y le
compra con ello el uso de su trabajo durante una semana. Hasta aquí, esperamos
que los señores economistas estarán, sobre poco más o menos, de acuerdo con
nosotros, en lo que al valor de la fuerza de trabajo se refiere.
El capitalista pone a su obrero a trabajar. El obrero le suministra al
cabo de determinado tiempo la cantidad de trabajo representada por su salario
semanal. Supongamos que el salario semanal de un obrero equivale a tres días de
trabajo; si el obrero comienza a trabajar el lunes, el miércoles por la noche
habrá reintegrado al capitalista el valor íntegro de su salario. Pero, ¿es que
deja de trabajar una vez conseguido esto? Nada de eso. El capitalista le ha
comprado el trabajo de una semana; por tanto, el obrero tiene que seguir
trabajando los tres días que faltan para ésta. Este plustrabajo del obrero,
después de cubrir el tiempo necesario para reembolsar al patrono su salario, es
la fuente de la plusvalía, de la ganancia, del incremento progresivo del capital.
Y no se diga que eso de que el obrero rescata en tres días, trabajando,
el salario que percibe, y que durante los tres días restantes trabaja para el
capitalista, es una suposición arbitraria. Por el momento, nos tiene
absolutamente sin cuidado, y es cosa que depende de las circunstancias, el que
para reponer el salario necesite realmente tres días, o dos, o cuatro; lo
importante es que, además del trabajo pagado, el capitalista le saca al obrero
trabajo que no le retribuye. Y esto no es ninguna suposición arbitraria, ya que
el día en que el capitalista, a la larga, sólo sacase del obrero el trabajo que
le remunera mediante el salario, cerraría la fábrica, pues toda su ganancia se
iría a pique.
He aquí la solución de todas aquellas contradicciones. El nacimiento de
la plusvalía (de la que una parte importante constituye la ganancia del
capitalista) es, ahora, completamente claro y natural. Al obrero se le paga,
ciertamente, el valor de la fuerza de trabajo. Lo que ocurre es que este valor
es bastante inferior al que el capitalista logra sacar de ella, y la
diferencia, o sea el trabajo no retribuido, es lo que constituye precisamente
la parte del capitalista, o mejor dicho, de la clase capitalista. Pues, hasta
la ganancia que en nuestro ejemplo de más arriba obtenía el comerciante
algodonero al vender el algodón, tiene que provenir necesariamente, si la
mercancía no sube de precio, del trabajo no retribuido. El comerciante tiene
que vender su mercancía a un fabricante de tejidos de algodón, quien puede sacar
del artículo que fabrica, además de aquellos 100 táleros, un beneficio para sí,
compartiendo, por tanto, con el comerciante el trabajo no retribuido que se
embolsa. De este trabajo no retribuido viven en general todos los miembros
ociosos de la sociedad. De él salen los impuestos que cobran el Estado y el
municipio, en la parte que grava a la clase capitalista, la renta del suelo
abonada a los terratenientes, etc. Sobre él descansa todo el orden social
existente.
Sería necio, sin embargo, creer
que el trabajo no retribuido solo ha surgido bajo las condiciones actuales, en
que la producción corre a cargo de capitalistas de una parte y de obreros
asalariados de otra parte. Nada más lejos de la verdad. La clase oprimida se ha
visto forzada a rendir trabajo no retribuido en todas las épocas de la
historia. Durante los largos siglos en que la esclavitud era la forma dominante
de organización del trabajo, los esclavos se veían obligados a trabajar mucho
más de lo que se les pagaba en forma de medios de vida. Bajo la dominación de
la servidumbre de la gleba y hasta la abolición de la prestación personal
campesina, ocurría lo mismo; aquí, incluso adquiría forma tangible la
diferencia entre el tiempo durante el cual el campesino trabajaba para su
propio sustento y el plustrabajo que rendía para el señor feudal, precisamente
porque éste lo ejecutaba en otro sitio que aquel. Hoy, la forma ha cambiado,
pero el fondo sigue siendo el mismo, y mientras “una parte de la sociedad posea
el monopolio de los medios de producción, el obrero, sea libre o no libre, no
tendrá más remedio que añadir al tiempo durante el cual trabaja para su propio
sustento un tiempo de trabajo adicional para producir los medios de vida
destinados a los poseedores de los instrumentos de producción”.
II
Veíamos en nuestro artículo
anterior que todo obrero enrolado por el capitalista ejecuta un doble trabajo:
durante una parte del tiempo que trabaja, repone el salario que el capitalista
le adelanta, y esta parte del trabajo es lo que Marx llama trabajo necesario.
Pero luego, tiene que seguir trabajando y producir la plusvalía para el
capitalista, una parte importante de la cual representa la ganancia. Esta parte
de trabajo recibe el nombre de plustrabajo.
Supongamos que el obrero trabaja durante tres días de la semana para
reponer su salario y tres días para crearle plusvalía al capitalista. Expresado
en otros términos, esto vale tanto como decir que, si la jornada es de doce
horas, trabaja seis horas por su salario y otras seis para la producción de
plusvalía. De una semana sólo pueden sacarse seis días o siete, a lo sumo,
incluyendo el domingo; en cambio, a cada día se le pueden arrancar seis, ocho,
diez, doce, quince horas de trabajo, y aún más. El obrero vende al capitalista,
por el jornal, una jornada de trabajo. Pero ¿qué es una jornada de trabajo?
¿Ocho horas, o dieciocho?
La jornada de trabajo.-
Al capitalista le interesa que la jornada de trabajo sea lo más larga
posible. Cuanto más larga sea, mayor plusvalía rendirá. Al obrero le dice su
certero instinto que cada hora más que trabaja, después de reponer el salario,
es una hora que se le sustrae ilegítimamente, y sufre en su propia pelleja las
consecuencias del exceso de trabajo. El capitalista lucha por su ganancia, el
obrero por su salud, por un par de horas de descanso al día, para poder hacer
algo más que trabajar, comer y dormir, para poder actuar también en otros
aspectos como hombre. Diremos de pasada que no depende de la buena voluntad de
cada capitalista en particular luchar o no por sus intereses, pues la
competencia obliga hasta a los más filantrópicos a seguir las huellas de los
demás, haciendo a sus obreros trabajar el mismo tiempo que trabajan los otros.
La lucha por conseguir que se
fije la jornada de trabajo dura desde que aparecen en la escena de la historia
los obreros libres hasta nuestros días. En distintas industrias rigen distintas
jornadas tradicionales de trabajo, pero, en la práctica, son muy contados los
casos en que se respeta la tradición. Sólo puede decirse que existe verdadera
jornada normal de trabajo allí donde la ley fija esta jornada y se encarga de
velar por su aplicación. Hasta hoy, puede afirmarse que esto sólo acontece en
los distritos fabriles de Inglaterra. En las fábricas inglesas rige la jornada
de diez horas (o sea, diez horas y media durante cinco días y siete horas y
media los sábados) para todas las mujeres y los chicos de trece a dieciocho
años; y como los hombres no pueden trabajar sin la cooperación de aquellos
elementos, de hecho también ellos disfrutan la jornada de diez horas. Los
obreros fabriles de Inglaterra arrancaron esta ley a fuerza de años y años de
perseverancia en la más tenaz y obstinada lucha contra los fabricantes,
mediante la libertad de prensa y el derecho de reunión y asociación y
explotando también hábilmente las disensiones en el seno de la propia clase
gobernante. Esta ley se ha convertido en el paladión de los obreros ingleses,
ha ido aplicándose poco a poco a todas las grandes ramas industriales, y el año
pasado se hizo extensiva a casi todas las industrias, por lo menos a todas
aquellas en que trabajan mujeres y niños. Acerca de la historia de esta
reglamentación legal de la jornada de trabajo en Inglaterra, se contienen datos
abundantísimos en la obra que estamos comentando. En el próximo Reichstag del
Norte de Alemania se deliberará también acerca de una ordenanza industrial, y,
por tanto, se pondrá a debate la reglamentación del trabajo fabril. Esperamos
que ninguno de los diputados elegidos por los obreros alemanes intervendrá en
la discusión de esta ley sin antes familiarizarse bien con el libro de Marx.
Aquí se podrá lograr mucho. Las disensiones que existen en el seno de las
clases dominantes son más propicias para los obreros que lo han sido nunca en
Inglaterra, porque el sufragio universal obliga a las clases dominantes a
captarse las simpatías de los obreros. En estas condiciones, cuatro o cinco
representantes del proletariado, si saben aprovecharse de su situación, y sobre
todo si saben de qué se trata, cosa que no saben los burgueses, pueden
constituir una fuerza. El libro de Marx pone en sus manos, perfectamente
dispuestos, todos los datos necesarios.
La acumulación de
capital.-
Pasaremos por alto una serie de excelentes investigaciones, de carácter
más bien teórico, y nos detendremos tan sólo en el capítulo final de la obra,
que trata de la acumulación del capital. En este capítulo se pone primero de
manifiesto que el método capitalista de producción, es decir, el método de
producción que presupone la existencia de capitalistas, por una parte, y de
obreros asalariados, por otra, no sólo le reproduce al capitalista
constantemente su capital, sino que reproduce, incesantemente, la pobreza del
obrero, velando, por tanto, por que existan siempre, de un lado, capitalistas
que concentran en sus manos la propiedad de todos los medios de vida, materias
primas e instrumentos de producción, y, de otro lado, la gran masa de obreros
obligados a vender a estos capitalistas su fuerza de trabajo por una cantidad
de medios de vida que, en el mejor de los casos, sólo alcanza para sostenerlos
en condiciones de trabajar y de criar una nueva generación de proletarios aptos
para el trabajo. Pero el capital no se limita a reproducirse, sino que aumenta
y crece incesantemente, con lo cual aumenta y crece también su poder sobre la
clase de los obreros desposeídos de toda propiedad. Y, del mismo modo que el
capital se reproduce a sí mismo en proporciones cada vez mayores, el moderno
modo capitalista de producción reproduce igualmente, en proporciones que van
siempre en aumento, en número creciente sin cesar la clase de los obreros
desposeídos. “La acumulación del capital reproduce la relación del capital en
una escala mayor: a más capitalistas o a mayores capitalistas en un polo, en el
otro polo más obreros asalariados... La acumulación del capital significa, por
tanto, el crecimiento del proletariado”. Pero, como los progresos de la
maquinaria, el cultivo perfeccionado de la tierra, etc., hacen que cada vez se
necesiten menos obreros para producir la misma cantidad de artículos, y como
este perfeccionamiento, es decir, esta creación de obreros sobrantes, aumenta
con mayor rapidez que el propio capital creciente, ¿qué se hace de este número,
cada vez mayor, de obreros superfluos? Forman un ejército industrial de
reserva, al que en las épocas malas o medianas se le paga menos de lo que vale
su trabajo, que trabaja sólo de vez en cuando o se queda a merced de la beneficencia
pública, pero que es indispensable para la clase capitalista en las épocas de
gran actividad, como ocurre actualmente, a todas luces, en Inglaterra, y que en
todo caso sirve para vencer la resistencia de los obreros ocupados normalmente
y para mantener bajos sus salarios. “Cuanto mayor es la riqueza social... tanto
mayor es la superpoblación relativa, es decir, el ejército industrial de
reserva. Y cuanto mayor es este ejército de reserva, en relación con el
ejército obrero activo (o sea, con los obreros ocupados normalmente), tanto
mayor es la masa de superpoblación consolidada (permanente), es decir, las
capas obreras cuya miseria está en razón inversa a sus tormentos de trabajo.
Finalmente, cuanto más extenso es en la clase obrera el sector de la pobreza y
el ejército industrial de reserva, tanto mayor es también el pauperismo
oficial. Tal es la ley absoluta, general, de la acumulación capitalista”.
He ahí, puestas de manifiesto
con todo rigor científico —los economistas oficiales se guardan mucho de
intentar siquiera refutarlas— algunas de las leyes fundamentales del moderno
sistema social capitalista. Pero, ¿queda dicho todo, con esto? No, ni mucho
menos. Con la misma nitidez con que destaca los lados negativos de la
producción capitalista, Marx pone de relieve que esta forma social era
necesaria para desarrollar las fuerzas productivas sociales hasta un nivel que
haga posible un desarrollo igual y digno del ser humano para todos los miembros
de la sociedad. Todas las formas sociales anteriores eran demasiado pobres para
esto. Sólo la producción capitalista crea las riquezas y las fuerzas
productivas necesarias para ello, pero crea también, al mismo tiempo, con las
masas de obreros oprimidos, una clase social obligada más y más a tomar en sus
manos estas riquezas y fuerzas productivas, para conseguir que sean
aprovechadas en beneficio de toda la sociedad y no, como hoy, en el de una
clase monopolista.
(*) Texto de Federico Engels.