22 de febrero de 2013
Mañana se cumplen los 32 años en el
que un grupo de franquistas intentaron hacer retroceder la rueda de la historia
hacia la guerra civil. Reproducimos el trabajo histórico publicado hace unos
años, para que nos sirva de reflexión, dado que como dijo el clásico” los
pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla”.
“Se cumple el aniversario del intento de golpe
de Estado del 23 de febrero de 1981. Al igual que el 3 de marzo de 1976, cuando
la policía asesinó a cinco obreros en Vitoria, o la "Semana de Enero"
de 1977, que culminó con el asesinato de cinco abogados laboralistas de CCOO y
del PCE a manos de la ultraderecha el 23-F ha quedado gravado en la memoria
popular como uno de los acontecimientos más destacados de la llamada
"Transición democrática". Pero mientras que los dos primeros,
reflejando el pulso ascendente de la lucha de la clase obrera en los primeros
meses y años a la muerte del dictador, estuvieron a punto de desencadenar un
proceso revolucionario abierto en el Estado español –sólo evitado por el papel
de freno ejercido por las direcciones del PCE y del PSOE–, el 23-F, en cambio,
dejó asomar el peligro de la contrarrevolución, una amenaza mortal para las
libertades democráticas recién conquistadas por la clase trabajadora de nuestro
país.
Hoy, veinte años después, gran
parte de la trama golpista continúa sin salir a la luz. Los medios de
comunicación de la burguesía, los militares y guardias civiles implicados, los
políticos burgueses y, lo que es peor aún, los dirigentes obreros del PSOE y
del PCE de entonces, se han puesto de acuerdo para tejer una tupida y oscura
cortina en torno a este asunto que, como mínimo, pone en cuestión el papel del
Estado burgués y, muy particularmente, el que jugaron en aquellos momentos los
cuerpos represivos (ejército, Guardia Civil, policía y servicios secretos), así
como el papel de la monarquía como salvadora de la democracia.
El ambiente social en
vísperas del golpe.-
Cinco años después de la muerte
de Franco, el ambiente social había experimentado un cambio profundo respecto
al que se vivía sólo unos años antes. En los años 76 y 77 se respiraba un
ambiente prerrevolucionario en todos los rincones de la sociedad. Por eso,
todas las energías de la burguesía, desde la caída de la dictadura, habían
estado encaminadas hacia la utilización de los dirigentes obreros para salvar
al capitalismo español y restaurar poco a poco su control sobre la sociedad.
Los efectos de esta política por parte de las direcciones obreras tuvieron
efectos dramáticos, frustrando las aspiraciones de la clase obrera que buscaba
un cambio profundo de la sociedad. Desde la caída de la dictadura, los
trabajadores, las mujeres y la juventud habían confiado completamente en sus
dirigentes. A regañadientes, dieron por buena toda la política de
"consensos, de apretarse el cinturón, de hacer sacrificios para salvar la
democracia", en la esperanza de que todos estos esfuerzos sirvieran para
algo, para garantizar una vida digna para sus familias y una esperanza en un
futuro mejor.
La crisis económica que se cernió
sobre los países capitalistas en aquellos años, empeoró aún más la situación.
El fenómeno del paro masivo (un 20% entonces), desconocido apenas unos años
antes, cogió desprevenidos a los trabajadores y actuó como un látigo sobre su
conciencia. La inflación (un 16%) se comía los salarios, y cada lucha, la
mayoría de las veces, era derrotada.
Todas estas experiencias tuvieron
un efecto dramático. Al igual que entraron, centenares de miles de obreros,
mujeres y jóvenes se fueron apartando de la lucha política y sindical, cansados
y desorientados. La afiliación política y sindical cayó en picado. Aquéllos
fueron años de un profundo reflujo en la actividad política y sindical de las
masas, una época de "semirreacción" a todos los niveles de la
sociedad.
La debilidad del
gobierno de UCD.-
El gobierno de UCD (Unión de
Centro Democrático), una amalgama de grupúsculos burgueses, carecía de mayoría
absoluta en el Parlamento. La dramática situación económica exigía medidas
drásticas para salvaguardar los intereses de los capitalistas, pero Suárez
(presidente del Gobierno) comprendía que un intento de lanzarse a un ataque
frontal contra las condiciones de vida de las masas podría tener consecuencias
imprevisibles. Por esta razón tenía que estar recurriendo constantemente a una
política de parches que no satisfacía a nadie, ni a la clase obrera ni, por
supuesto, a la burguesía.
La impotencia del Gobierno de
Suárez en el terreno económico provocó un creciente malestar en el seno de la
clase dominante.
A la crisis económica, que
engendraba todo tipo de tensiones sociales, había que añadir la úlcera
permanente de la cuestión nacional, sobre todo en Euskadi. Los militares hacían
llegar su descontento al gobierno por la amenaza de una descomposición del
Estado español. El aumento de los atentados de ETA, cuyas acciones se cebaban
en los militares, policías y guardias civiles ayudaban objetivamente a dar
argumentos a la reacción sobre la necesidad de un gobierno fuerte para acabar
con el terrorismo.
Al mismo tiempo que la actividad
etarra, aquellos años vieron la venenosa irrupción del terrorismo de las bandas
fascistas, alimentadas por sectores del aparato del Estado y del sector más
abyecto y desesperado de la burguesía. Al menos varias decenas de trabajadores,
jóvenes y miembros de la izquierda abertzale cayeron a manos de estas hienas
del gran capital. El preso de ETA Arregui murió después de las salvajes
torturas a que fue sometido por la policía. También fueron numerosas las
palizas y agresiones recibidas por decenas de jóvenes y trabajadores a manos de
estos matones, compuestos en su mayoría por hijos de militares y fascistas,
policías, guardias civiles y lúmpenes. Decenas de locales obreros fueron
atacados e incendiados.
La represión policial aumentaba
en todas partes. Varios trabajadores y jóvenes fueron también asesinados a
manos de la policía y la Guardia Civil en manifestaciones o en plena calle.
Los dirigentes obreros, lejos de
llamar a la movilización de masas para aplastar a las bandas fascistas, tarea
que hubiera sido relativamente fácil, hacían "llamamientos a la
tranquilidad, a "no dejarse provocar", etc., lo que envalentonaba aún
más a estos grupos y a la represión policial.
Toda esta situación fue la
auténtica causa de la crisis permanente de UCD y del gobierno Suárez durante
esos años.
Las conspiraciones
golpistas y la dimisión de Suárez.-
Esta situación de callejón sin
salida en la que, por un lado, la lucha de los trabajadores no desembocaba en
ningún desenlace definitivo o estaba semiparalizada y, por otro lado, la
burguesía era incapaz de asegurar el orden en la sociedad y mostraba
constantemente su debilidad, creaba una situación de desgobierno e inestabilidad,
situación que se profundizó, sobre todo, a comienzos de 1981.
Quien mejor expresaba esta
situación era la casta de oficiales del Ejército y la Guardia Civil, así como
los mandos de la policía. Estos estaban compuestos, en su gran mayoría, por
elementos claramente reaccionarios y fascistas, que odiaban a muerte a la clase
obrera y a sus organizaciones. El ejército, y por medio de él la casta de
oficiales, representa el brazo armado de la burguesía. Pero cuando ésta da
síntomas de incapacidad para asegurar la estabilidad del sistema, los oficiales
se sienten llamados "a poner orden y salvar a la patria, ante la
incapacidad de los políticos".
En España, a diferencia de los
países de nuestro entorno, el aparato del Estado había adquirido una cierta
independencia en su actuación durante el franquismo con respecto a la
burguesía, lo que demostraba la debilidad de esta última. Y no siempre los intereses
de aquél respondían a los que convenían a la burguesía en cada momento. El
problema es que la burguesía no podía prescindir de este aparato porque lo
necesitaba intacto para mantener a raya a la clase obrera ante cualquier
eventualidad.
La casta de oficiales del
ejército, la policía y la Guardia Civil, así como los altos representantes de
la judicatura eran los mismos que estaban durante la dictadura. El aparato del
Estado jamás fue purgado de elementos fascistas y reaccionarios y, lo que es
más vergonzoso, en ningún momento los dirigentes del PSOE y del PCE exigieron
su depuración.
Por eso toda la Transición fue un
hervidero de conspiraciones y rumores golpistas. Ya en el 78, dos altos mandos
de la Guerdia Civil y del Ejército, Tejero (posteriormente, uno de los
cabecillas del golpe del 23-F) y Sáenz de Ynestrillas, fueron descubiertos
cuando planificaban un golpe de Estado, al que llamaron Operación Galaxia. El
aspecto más importante de esta operación fue la gran cantidad de oficiales que
sabían todo con respecto a la conspiración y que, sin embargo, no dijeron nada
a las autoridades. La escandalosa puesta en libertad de estos dos conspiradores
meses más tarde no hizo sino animarles a seguir en esta misma línea.
Realmente, la burguesía era la
menos interesada en aquellos primeros años, después de caída la dictadura, en
un golpe de Estado, pues sabía muy bien que, tarde o temprano, podría
desembocar en una explosión revolucionaria de las masas.
Paradójicamente, los dirigentes
de los partidos obreros no hacían otra cosa que intentar asustar continuamente
a las masas con "el peligro de la involución y del golpismo" si los
trabajadores iban demasiado lejos en sus luchas. Todo ello, para justificar su
nefasta política de colaboración de clases con la burguesía.
Sin embargo, la situación se
hacía cada vez más tensa a principios de 1981. El agotamiento y la
impopularidad del centro se acrecentaba cada día más. El aislamiento de Suárez
en el seno de la UCD y el desprecio que suscitaba en los sectores decisivos de
la burguesía y del aparato del Estado es lo que le llevó a dimitir a principios
de febrero. En una encuesta realizada por la revista Cambio 16 en aquellos
días, un 59% de los encuestados estaba de acuerdo con la dimisión y un 26%
pensaba que tenía que haber dimitido antes ¡Nada menos que un 85% de la
población estaba en contra del dirigente de UCD en el momento de su dimisión!
Resulta por tanto, esperpéntico y bochornoso que en estos momentos se intente
reescribir la historia alabando a Suárez y a la UCD, cuando ambos abandonaron
la escena de la historia odiados y despreciados por millones de trabajadores y
jóvenes.
Es en este contexto cuando se
produce el intento de golpe de Estado más serio de todos las proyectados
durante la Transición, el golpe del 23 de febrero de 1981.
El golpe del 23-F y las
causas de su fracaso.-
Mientras se estaba votando la
elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente del Gobierno de la UCD, en
sustitución de Suárez, unos doscientos guardias civiles, dirigidos por Tejero, ocuparon
el Congreso de los Diputados a punta de metralleta. Al mismo tiempo, el general
Milans del Bosch sacaba los tanques a la calle en Valencia, asumiendo el
control de la ciudad, y prohibiendo los partidos y sindicatos obreros.
No cabe ninguna duda de que los
principales jefes militares y los servicios secretos del CESID estaban al tanto
de los preparativos del golpe, incluyendo al círculo íntimo del Rey, en la
persona del general Armada, uno de los estrategas del golpe, acérrimo
monárquico y tutor de Juan Carlos en su juventud, y candidato en aquellos días
a presidir la Junta de Jefes del Estado Mayor del ejército. Recientemente, el
ministro de Defensa de la época, Oliart, reconocía en una entrevista en El
País, que al menos 4.000 militares, policías y guardias civiles participaron
directa o indirectamente en el golpe. ¿Cómo se puede explicar que una
conspiración de tal magnitud pasara desapercibida para el Gobierno y sus
servicios secretos?
De hecho, la actitud ambigua del
Rey en las primeras horas del golpe alimentó la idea del apoyo real a los
golpistas entre un sector del ejército que no sabía si sumarse o no. No deja de
ser sorprendente que, mientras que Tejero entró en el Congreso a las 6,20 de la
tarde, Juan Carlos no saliera públicamente en televisión pronunciándose contra
el golpe ¡hasta pasadas las 12 de la noche! Ahora muchos intentan justificar la
actitud del Rey afirmando que la Televisión permaneció ocupada por los
militares hasta última horas de aquella tarde-noche, pero se olvidan de añadir
convenientemente que el Palacio de la Zarzuela (residencia del monarca) dispone
de su propia infraestructura autónoma de emisión por televisión, precisamente
ideada para este tipo de situaciones excepcionales.
La chispa que aceleró el golpe,
probablemente, fue la repentina dimisión de Suárez (los golpistas pensaban
utilizar como justificación la incapacidad de Suárez y la necesidad de
deponerlo de sus funciones), aunque tambien influyeron las investigaciones del
caso Arregui, que implicaban el peligro de una depuración de la policía. En
base al fermento en las dependencias de la policía y la crisis del gobierno,
los golpistas adelantaron sus planes para el día 23 de febrero.
La intención de Armada y Milans
del Bosch era la de presentar al rey un hecho consumado. Los elementos
vacilantes del ejército se unirían al golpe una vez que el rey declarase su
apoyo. La participación clave de Bosch y Armada, ambos conocidos monárquicos y
amigos de Juan Carlos, garantizarían al apoyo del rey.
El grado de conocimiento que el
rey habría tenido del golpe es difícil de saber. Pero es impensable que no
sabía nada del asunto. Como mínimo, está claro que ya había habido discusiones
en la camarilla del rey sobre la posibilidad de una intervención del monarca y
del ejército para "salvar a la patria" en un momento decisivo.
Probablemente Armada y Bosch
estaban engañados por el comportamiento ambiguo del rey, que compartiría todas
sus opiniones sobre la situación de desorden del país. Según un artículo del
periódico inglés The Times publicado el 12 de febrero de 1981, es decir, once
días antes del golpe, el rey había mandado a los miembros de su camarilla
preparar hacía meses un estudio de precedentes constitucionales europeos, con
el fin de ver cómo se podía desempeñar el papel de árbitro estipulado en el
artículo 62 de la Constitución.
La idea de un gobierno fuerte
como alternativa a la situación que vivía el país, había sido estudiada durante
meses. Es posible que Juan Carlos, inicialmente, expresase su interés en esta
idea. Lo cierto es que, tanto Milans del Bosch como Armada, estaban convencidos
de que el rey iba a apoyar la formación de un gobierno militar. La total
confianza de los golpistas, en cada momento de su operación, indicaba que
Tejero también estaba convencido del apoyo real.
Hubo claros indicios de que
Armada estaba en contacto con Juan Carlos en la tarde del día 23. Noticias de
una entrevista misteriosa entre el rey y Armada, alrededor de las cuatro de la
tarde, aparecieron en la prensa burguesa. Aunque el contenido preciso de la
reunión nunca ha sido aclarado, parece ser que fue en este punto cuando el rey
decidió no sumarse a la conspiración. Así, en el momento de la verdad, Juan
Carlos vaciló y se opuso al golpe. Privados de la necesaria cobertura legal, en
la forma de apoyo del rey, los golpistas entraron en crisis. Las Capitanías
generales de Sevilla, Zaragoza y Valladolid no se sumaron al golpe, como se
había previsto. Armada intentó echarse para atrás, pero ya era tarde y el golpe
se abortó en pocas horas.
Estos acontecimientos de-muestran
que la monarquía, independientemente de las características individuales de
Juan Carlos, no es una broma, sino un poder.
No cabe duda de que Juan Carlos
actuó de una forma bastante inteligente. Si se hubiese sumado al golpe, o
simplemente mantenido en silencio, esto hubiera significado el fin de la
monarquía, después de la inevitable reacción de las masas de la clase
trabajadora contra el mismo. Paradójicamente, la monarquía salió fortalecida
del fracaso del mismo.
Así pues, si el golpe fracasó, no
fue debido a las convicciones democráticas de Juan Carlos, sino porque los
sectores decisivos de la burguesía comprendieron que era prematuro, y se corría
el riesgo de provocar un enfrentamiento con la clase trabajadora que resultaría
muy peligroso para la burguesía y, por esa razón, movilizaron todos sus
resortes durante las 6 horas que mediaron desde el asalto al Parlamento hasta
la aparición del rey por televisión para poner fin a la aventura.
Frente a las figuras
esperpénticas, como Tejero y otros, entre los organizadores del golpe existía
un consenso para organizar un gobierno de carácter bonapartista, similar a la
dictadura de Primo de Rivera de 1923, con la inclusión en el mismo de militares
y civiles. Uno de los hechos más escandalosos del asunto fue la filtración
posterior de una entrevista, celebrada días antes del golpe, entre Armada,
Enrique Múgica y Raventós (dirigentes del PSOE entonces) donde, al parecer, se
valoró la necesidad de un Gobierno fuerte, con la participación militar y la
inclusión de miembros de UCD y el PSOE en el mismo, para "salvar el
país". Esto demostraba lo lejos que había llegado la degeneración de
determinados miembros de la dirección del partido, su pérdida de horizonte
político y su identificación con el Estado burgués, al prestarse a este tipo de
enjuagues que podrían haber tenido dramáticas consecuencias para la clase
obrera y sus organizaciones. Posiblemente estos socialdemócratas miopes
imaginaban seriamente que la mejor forma de evitar un golpe de estado era
metiendo a los militares en el gobierno.
Aunque la clase obrera fue cogida
por sorpresa por el golpe, algunos núcleos de la misma, guiados por un certero
instinto de clase, llegaron a la conclusión, ese mismo día, de la necesidad de
las armas para defenderse de los golpistas. Esto sucedió en algunos pueblos
jornaleros de Andalucía, como Badolatosa, Lebrija, Maracena, Chauchina y otros,
donde se organizaron partidas de vigilancia en los accesos del pueblo, mientras
que los vecinos se intercambiaban escopetas de caza y cartuchos, y entre
sectores de los mineros asturianos. A pesar de la confusión y de que las
máximos dirigentes sindicales no dieron ni una sola consigna, durante esa
tarde-noche, hubo paros y asambleas en decenas de empresas (en Gijón, Avilés,
Santander, Álava, Sevilla, Navarra, Barcelona y Madrid) y en Cataluña CCOO
tenía previsto convocar la huelga general al día siguiente del golpe.
Las manifestaciones que
recorrieron todo el país el día 26 de febrero, convocadas formalmente por todos
las partidos para protestar contra el intento de golpe, pero cuyo contingente
fundamental estaba formada por trabajadores y sus familias, fueron las más
multitudinarias de toda la historia. Más de tres millones de personas
participaron en las mismas. Madrid, con un millón y medio, y Barcelona, con
medio millón, fueron las más numerosas.
El juicio del 23-F.-
El juicio del 23-F, que duró
varios meses, dejó claro que la justicia militar, con la complicidad del
gobierno, no pretendió jamás ir hasta el fondo del asunto. Sólo fueron
condenados a penas significativas los cabecillas: Armada, Milans y Tejero, los
cuales diez años más tarde ya estaban en libertad o yendo sólo a dormir a la
cárcel. Las decenas de implicados, militares y civiles, fueron condenados a penas
simbólicas o absueltos.
La actitud tranquilizadora de los
dirigentes, negándose a movilizar a la clase trabajadora y a la juventud con
cada asesinato y tortura de los cuerpos represivos y de los fascistas, no hacía
más que envalentonar a estos últimos y a los elementos claramente reaccionarios
de la casta militar.
Así, varios meses después, cien
oficiales del ejército y la Guardia Civil publicaron un manifiesto donde
manifestaban su "comprensión" a los golpistas y se pronunciaban
contra la democratización del ejército y a favor de la "autonomía con
respecto al poder político". La única respuesta de Calvo Sotelo fue
catorce días de arresto domiciliario para unos pocos.
Como una muestra más de las
continuas provocaciones de la ultraderecha y de la casta militar, el 23 de mayo
un grupo de fascistas, compuesto por guardias civiles y lúmpenes, asaltaron la
sede del Banco Central en Barcelona tomando más de un centenar de rehenes y
exigiendo la libertad de los detenidos en relación al 23-F. Nunca se quiso aclarar
la auténtica identidad de los asaltantes, que quedaron en libertad en su
mayoría después de ser detenidos por los GEO.
Las conspiraciones golpistas no
acabaron el 23-F. En plena campaña electoral, poco antes de octubre de 1982,
fue descubierta otra conspiración para dar un golpe de Estado el día antes de
las elecciones del 28 de octubre. Obviamente, todas estas conspiraciones fueron
abortadas por la burguesía por las mismas razones por la que abortaron el 23-F:
el miedo a una respuesta revolucionaria de la clase obrera que, a pesar del
reflujo aparente en el movimiento obrero, no olvidaba los cuarenta años de
dictadura franquista.
La experiencia del 23-F destila
numerosas enseñanzas para la clase obrera y sus organizaciones. El hecho de que
una sola persona, el rey Juan Carlos, tenga consagrado por la Constitución la
jefatura y la obediencia personal de los mandos del ejército, es algo que debe
de llenar de preocupación a todos los activistas del movimiento obrero. El que
la burguesía abortara aquel golpe de Estado, porque no era el momento, no
significa que no intente recurrir a él en otras circunstancias donde vea
amenazada su existencia y sus privilegios. Mientras que un puñado de cien
familias ricas siga controlando el poder y la riqueza de este país, como ocurre
ahora, nunca estaremos a salvo de conspiraciones golpistas. Sólo un gobierno
compuesto por los partidos de la clase obrera sería capaz de llevar a cabo una
depuración de los órganos del Estado, nacionalizando la Banca y las industrias
claves del país, sin indemnización y bajo el control democrático de los
trabajadores, para impedir que los grandes capitalistas puedan utilizar sus
recursos fabulosos contra la mayoría del pueblo que somos la clase
trabajadora.(...)
Revista Marxismo Hoy Nº 9. “La
Transición”. ¿Qué ocurrió realmente”. (Fragmento).
Editada por la Fundación Federico
Engels.
Publicado por CORRIENTE IZQUIERDA
SOCIALISTA DE MÁLAGA DEL PSOE DE ANDALUCÍA