DOMINGO, 26 DE MAYO DE 2013
ANTONIO SÁNCHEZ MARÍN
La familia Bravo
Lucena, de Plasencia, se distinguió por su entrega a la causa republicana.
Rafael, fue concejal del Ayuntamiento placentino por el Partido Socialista, y
fue encarcelado el 20 de julio de 1936, junto a sus otros dos hermanos, Doroteo
y Enrique.
Joaquín, otro hermano,
perteneciente a Izquierda Republicana, tuvo peor suerte y fue encarcelado en el
penal inhumano de Valdenoceda, donde
murió el 13 de Noviembre de 1942, según reza en la placa que hay en el
Cementerio del pueblo como hemos comprobado personalmente, con los nombres de los otros presos que corrieron la misma maldita suerte.
Era muy difícil sobrevivir a tan inhuma prueba en aquellas terribles circunstancias….Expliquemos:
Valdenoceda es un
pueblo de la provincia de Burgos, pertenece al Merindad de Valdivielso. Es una
pequeña localidad al norte de Burgos, cercano
a Álava.
Antes de la ominosa
Guerra ¿incivil? española tenía una
fábrica de seda. Por sus bajos circulaba
un canal del río Ebro y cuya agua servía para mover las aspas de la maquinaria.
Cerró en los primeros días de la guerra. Desde 1938 a 1943 se convirtió en una
terrorífica cárcel como castigo de los leales republicaos, por los
traidores y sediciosos golpistas. .Allí arribaron presos de toda España, víctimas de la
represión franquista, y condenados por “auxilio a la rebelión”. ¡Qué paradojas
del destino, adhesión a la rebelión por quienes habían sido fieles a un
Gobierno legítimo, y acusados de
traidores por quienes se “rebelaron” contra el poder legal!
Traslado.
Eran trasladados allí
en vagones de ganado, sin comer en el trayecto, y sin agua durante varios días.
A veces expuestos al sol inclemente cuando esos vagones estaban en vías muertas
horas y horas, viéndose obligados a realizar sus necesidades en el interior del
vagón. Ese ambiente fétido y antihigiénico ya
provocaron las primeras bajas.
Desde Burgos eran
trasladados hasta Valdenoceda en camiones, hacinados igualmente, con las manos
y los pies atados con alambres, en condiciones infrahumanas. ¡Los defensores de
Dios eran así de “magnánimos” con sus enemigos,
de “respetuosos” con los derechos humanos! ¡Qué vergüenza! ¡Qué baldón del
“ejército salvador”! ¡Qué ignominia de una Iglesia que denominó a “aquello”
CRUZADA! ¡Qué contraste con aquellas palabras de los próceres de la República
que decimos a continuación:
Azaña: Ante la crueldad
ajena, la piedad vuestra; el mensaje de
la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón; Prieto: … y
la guerra la ganaron los que no tuvieron piedad, o aquella de Largo Caballero: …Y que los prisioneros
que caigan en nuestras manos, sean, al ser respetadas sus vidas, como os ordeno
que las respetéis, la mejor evidencia de qué lado están la barbarie y la
destrucción y de qué otro el heroísmo de quienes por defender la causa del
pueblo, pueden permitirse la grandeza que inspiran las masas populares.
Hambre, miseria.
La vida en aquella
cárcel era horrenda, tremendamente dura. De comer, dice un antiguo residente de
ella, por cierto recientemente muerto, y que pudo salvar su vida, muy pocos
fueron quienes soportaron aquella aterradora prueba, nos ponían un caldo infame,
manchado con una sola alubia que, además, siempre tenía un gorgojo en su
interior. También nos daban, y esa era toda la comida, una sardina
de lata y un minúsculo trozo de chocolate. Soñaba, sigue diciendo el
superviviente, por la noche con un simple trozo de pan.
Y sigue contándonos que
en ocasión de que un compañero estaba muerto, reclamó para él el “rancho”
correspondiente, ignorando su defunción.
¡Tal era el hambre que padecían!
Las chinches
permanecían en el techo apiñadas y formando una mancha negra, bajando luego al
anochecer asaetando a picotazos a los presos.
El cansancio, el hambre
y las nulas condiciones del agua les iban agotando e inevitablemente iban
cayendo enfermos. Le llamaban los carceleros a esto colitis epidémica o
tuberculosis. El único culpable de esa
epidemia de colitis era el “sistema” que nos condenaba a malvivir, a malcomer y
a mal morir, apostillan quienes sobrevivieron milagrosamente a tanta miseria, a
tanta maldad, a tanta crueldad, que superaba los límites tolerables a cualquier
ser humano.
Castigo.
A todo ello se unían
los castigos, otro criminal elemento perturbador de aquella mala convivencia.
Cualquier “mal
comportamiento”, como era no levantar la mano para cantar el “Cara al sol,
moverse durante la formación en filas, fumar sin autorización…, era merecedor
de ir a la celda de castigo, que estaba en los sótanos del edificio.
Las celdas de castigo
se inundaban del agua del canal del río Ebro que pasaba junto al edificio. El
preso debía permanecer quieto, helado de frío con el agua al cuello, sin que
siquiera pudiera dormir. ¿Se puede ser más sádico?
Si a todo ello unimos
las temperaturas bajo cero, propia de aquellas tierras durante el invierno, los
presos no tenían más que una pequeña manta, podemos entender el martirio a que
fueron sometidos aquellos pobres hombres que estaban allí, no por matar, no por
delinquir, que, aunque así hubiera sido, no merecerían tal castigo, sino por
pensar de distinta manera, “por defender causas justas”, por no plegarse a los
designios de quienes traicionaron a la República.
No desaparece lo que
muere, sólo lo que se olvida… ¡Y nunca
os olvidaremos…, pese a quienes quieren echar tierra de silencio sobre vuestro
sacrificio, que nunca fue estéril!
La familia Bravo
Lucena, sus descendientes, “debieran” sentirse orgullosos de estos tan
“ilustres” antepasados.