Por Jesús Moreno Abad
05 jun 2013
Nos pasamos media vida
diciendo cosas que en realidad no son las que hubiéramos querido decir o que,
una vez dichas, no reflejan el significado exacto o la emoción que albergaban
en nuestra cabeza. Puede que las palabras sean por naturaleza imprecisas o que
el lenguaje no sea finalmente el gran invento para comunicarnos que habíamos
pensado. También puede pasar que sólo seas un mentiroso de cojones y punto. Eso
también. Lo importante es saber distinguir los pequeños signos vibratorios y
sutiles que te avisan cuando estás diciendo algo que no te hace justicia o que
simplemente te deja en evidencia. Ésa es una facultad humana que se les ha
atrofiado a nuestros gobernantes a causa de la rara enfermedad de la
Cospeoporosis
Parece que es el precio
a pagar por gobernar; sufrir la inhibición de los transmisores que activan,
como chivato de las dignidades maltrechas, el característico ardor de mejillas
que alerta al ser humano cuando queda como un imbécil. Cospeoporosis galopante,
ya digo, enfermedad llamada así en recuerdo al episodio más virulento
registrado: el de María Dolores de Cospedal explicando el despido diferido y
simulado del extesorero Bárcenas.
La enfermedad se
presenta tal que así: el paciente comparece con solemnidad y aspecto de
estadista solvente o de hombre o mujer de Estado. Entonces ve un micrófono, y
se asoma a él con actitud desafiante y pizpireta, propia del que está cargado
de razones. Lo siguiente es comenzar a decir estupideces sin respiración. Eso
mientras el afectado sonríe con condescendencia mal disimulada al estupefacto
personal que escucha sus delirios removiéndose incómodo, en un estado
incipiente de vergüenza ajena. “Si es que os lo tengo que dar todo
masticadito”, parece pensar el sobrado orador, huérfano de color en las
mejillas y de sentimiento alguno de ridículo espantoso. Se sabe que el episodio
es grave en el justo momento en que el paciente se obstina en la explicación
invertebrada, a ratos con accesos de tartamudez, cuando sus palabras son ya
comentadas jocosamente hasta por los bebés prematuros en las incubadoras.
Es una enfermedad
terriblemente contagiosa. Hemos visto brotes serios en la ministra Ana Mato
cada vez que tiene que hilar conceptos tales como ‘Gürtel’, “Jaguar en el
garaje”, “confeti” o “Disneyland París”. También en Rajoy, cuando trata de leer
su propia letra y le pasan cosas “verdaderamente notables”. O en el ministro
Montoro, cuando trató de verbalizar el milagro de la “ponderación” de los
impuestos que suben, y casi en cualquier otra ocasión en que abre la boca.
La verdad es que, de un
tiempo a esta parte, parecía que la expansión de la epidemia estaba controlada.
Pero no. Ha vuelto un repunte infeccioso. Uno en Esperanza Aguirre, esa mujer a
quien se le iba el sueldo de presidenta con el vuelo de Superman de la
calefacción por los techos palaciegos, al asegurar que no entiende la reacción
“furibunda” de la gente ante la idea de quitar el salario mínimo. También ha
sufrido un ataque González Pons, cuya genética le hace especialmente vulnerable
al contagio, desvariando con que los jóvenes que emigran están en realidad en
su país (en el Imperio español no se pone el sol, ya saben). Eso que la también
infectada ministra de Empleo, iluminada por la fiebre y la Virgen del Rocío, definió
en su día como simple “movilidad exterior”.
Pero el verdadero
pánico ha cundido con el apoyo de Cospedal -que no se pierde repunte epidémico
alguno-, zanjando rotunda y solvente: “Los jóvenes españoles son jóvenes
europeos. Hasta ahí podríamos llegar”. Vuelta al paciente cero. Esto tampoco
tiene cura. Como tantas cosas en España.
Público.es