SÁBADO, 29 DE JUNIO DE 2013
ANGEL ESCARPA
Lo peor no son los recortes en Sanidad, en los servicios públicos en
general; la pérdida del autocar para los niños que acuden a la escuela desde la
apartada aldea porque en ésta no disponen de ella. Lo peor no es perder la paga
de Navidad y la de julio. Lo peor no es que te tengan que extraer una prótesis
que vale 250 euros, porque no pudiste costeártela.
Lo peor no es que tu novia, tu hija o tu madre no puedan abortar,
porque las leyes del País lo prohíben o porque no disponen de medios para
hacerlo en Londres.
Lo peor es cuando los pueblos se acostumbran a las cadenas, cuando
aceptamos como irremediable el barrio embarrado y sin luz, sin teléfono, sin
médico; los hombres bebiendo el vino de la derrota y hablando de fútbol en los
oscuros adentros de las tabernas, mientras llega desde los emparrados patios el
metálico ruido de los tejos del “juego de la rana” mezclado con el peculiar
rodar de las fichas del dominó sobre las mesas, en los días de la capitulación.
Lo digo por experiencia: lo peor es cuando los pueblos se acostumbran
al velo en misa, al “burka” del silencio y de la invisibilidad en las calles y
en la vida diaria.
Lo peor es cuando aceptamos sin rechistar de nuevo el “sí, mi amo”, la
tortura, la hostia y la humillación del policía, la cola con la cartilla de
racionamiento en las tiendas de ultramarinos y para adquirir el pan de los
vencidos, el tabaco y la leche, mientras desfila la tropa por el paseo de la
Castellana.
Lo peor de aquella posguerra de hace setentaicuatro años no fueron los
insufribles “nodos”, las siniestras cárceles, el “sindicato vertical”, los
numerosos fusilamientos, el exilio y la pérdida de las libertades, con lo que
todo esto tiene de terrible.
Lo peor viene cuando las gentes se acostumbran a las calles y las
universidades ocupadas por la Policía -sea ésta del color que sea-, a los días
grises de futbolín y mendicidad y la mujer ejerciendo de fregona en las casas
de los vencedores o vendiendo su cuerpo por unos miserables billetes, todo ese
entramado de mentiras oficiales tras la que se oculta el desaparecido.
Lo peor es el crucifijo de nuevo en la escuela, en el lugar donde hasta
ayer estuviera el retrato del Presidente de la República.
Lo peor es acostumbrarse a los pueblos sin agua, sin aceras, sin
bibliotecas; a los días de polvo y magreo en las verbenas, a los cines de
barrio con olor a derrota, a cansancio, a sudor, a miseria.
Lo peor es habituarse a esos
seis millones de parados, a ese 67% de paro juvenil, al mendigo en la puerta
del súper y el anciano buceando en los contenedores de éste; a la cotidianidad
del suicidio y de la mujer asesinada por su pareja, debido al evidente fracaso
de nuestra sociedad.
Lo peor es cuando repetimos cual papagayos que “todos los políticos son
iguales”, “todos los jueces son iguales”, y aceptamos la brutal subida de las
tasas universitarias que dejará de nuevo al hijo del obrero sin estudios
superiores, en tanto los que detentan el poder económico, el Monarca, los
privilegiados y los auténticos favorecidos de este sistema incrementan sus fortunas,
precisamente aquellos que se dicen “nuestros representantes”.
Lo peor es cuando ya no nos reconocemos ni a nosotros mismos en la
rebeldía de las luchas de ayer y aceptamos un país sin sindicatos ni
organizaciones obreras, una ciudad sin manifestaciones; cuando aceptamos sin un
gesto de ira o de protesta la corrupción, el salivazo en el rostro, los
parquímetros, el infame programa en la televisión pública y el ninguneo de lo
que en realidad ocurre en las calles; el cierre de hospitales, la privatización
de la banca pública, el agua y la empresa estatal; la detención del joven
“okupa”, la expulsión del inmigrante, el desahucio que lleva al suicidio al
anciano, el chiste de dudoso gusto sobre el marica o la lesbiana, el
comentario: “las manifestaciones deberían celebrarse en la Casa de Campo, para
no entorpecer la normal vida de la Ciudad”, “ las huelgas hay que regularlas”,
“hay que penar o prohibir los escraches y el reparto de panfletos en las
calles”.
Lo peor es cuando te vienes a enterar de que tu vecino, tu amigo de
toda la vida, aquel con el que de niño cambiabas tebeos y cromos y con el que
más tarde fuiste al monte y a las “manis”, se metió en la Guardia Civil.
Lo peor es cuando un pueblo, aterrorizado e inmovilizado por la
represión, cual presa atrapada en la red, llega a la conclusión de que
cualquier movimiento de resistencia es inútil.
Lo peor no es que te llamen radical y violento, si no que un pueblo sin
memoria mire con nostalgia hacia un pasado de tumbas sin nombre, de complejos
entramados de comisarías y campos de concentración, de campos de fútbol
hirviendo de fervor deportivo y patriótico, mientras el poeta amado muere en el
exilio, herido de ausencia, y en la estación fronteriza es detenido el
activista del Partido Comunista que regresa para organizar la resistencia en el
“interior”.
Lo peor no es el niño desescolarizado, el obrero despedido, los 14
euros por ver Los fusilamientos del 3 de mayo en el Prado o el Guernica de
Picasso; ese lienzo por el que se supone que tú deberías sacrificar tu vida en
caso de tener que defender la Patria de una posible invasión enemiga, si no ese
pueblo que, cual “caballo que ve pudrir sus crines”, no se alza contra el
fascismo emergente.
Lo peor es cuando aceptamos el “apartheid” –en cualquiera de sus formas-,
el racismo y la homofobia, los campamentos de refugiados –aquí, en Palestina o
en el Sáhara-, el hecho del niño que acude a la escuela sin desayunar, por que
ya ni para leche hay en casa; la mujer discriminada en el trabajo, INTERNET
intervenido, la bandera republicana prohibida en el estadio porque “incita a la
violencia”, el mausoleo donde el cruel dictador entierra a los que se alzaron
contra la legalidad republicana, juntos y revueltos, bajo la misma cruz
“redentora” que los que defendieron la Constitución y los principios de 1931;
cuando escuchamos impasibles ese: “hay que restablecer la pena de muerte”, o:
“aquí, lo que está haciendo falta es otro Franco”.
Lo peor es cuando un pueblo se resigna a que sean sus mismos vencedores
los que le cuenten su propia historia, en lugar de reescribirla.
Lo más terrible es un pueblo sin poetas, un pueblo sin periódicos, o
intervenidos estos por el Gobierno o los grupos de presión.
Lo peor no es la fachada embadurnada con un “graffiti”, sino un país
que va a la deriva y sin una sola pintada antifascista contra los desmanes de
su Gobierno.
Lo peor es cuando un pueblo hace de la tortura y muerte de un animal
una fiesta, mientras suena la música y el público pide la oreja para el
matarife.
Lo peor es cuando un mundo ahí fuera se está hundiendo literalmente,
mientras tú aplaudes a la “roja”.
Lo peor no es que se cierren todos los cines y todos los teatros, todas
las librerías de tu ciudad; que nuestros actores se vayan todos al paro o a
recoger fruta a Lérida, que se tale el último árbol del último bulevar, aquel
donde de niño jugabas a las canicas; si no que tú mismo decidas que ya no
tienes tiempo para leer este mismo comentario que fue escrito expresamente para
ti.
DIARIO PROGRESISTA